Por: Héctor Abad Faciolince
ASÍ COMO NO SE PUEDE OBLIGAR A ninguna mujer a abortar, tampoco se
puede obligar a ninguna mujer a tener un embarazo y un niño que no
quiere.
Fue un gran avance social y humanitario que la Corte Constitucional
despenalizara el aborto en tres casos específicos, pero esta
despenalización debería ser mucho más amplia, hasta llegar a la plena
autonomía de las mujeres para decidir en esta materia: si quedan
embarazadas y quieren interrumpir el embarazo, deberían poder hacerlo
siempre que lo deseen. Como el embarazo es algo que ocurre dentro de su
cuerpo, la decisión tiene que ser de ella. Si tiene a alguien con quien
lo quiere consultar, bueno, pero la decisión final debe ser siempre de
la mujer, y sin interferencias, ni siquiera del padre en potencia.
Por
supuesto el aborto es el procedimiento menos bueno y quizá el más
traumático de todos los métodos que evitan o interrumpen un embarazo.
Nadie está “a favor del aborto” como si este fuera un sueño deseable,
como una maravilla a la que uno aspira. A uno no le gusta el aborto como
le gusta el agua, la vida, la música o la felicidad. A veces el aborto
es una decisión trágica, dolorosa, pero en muchas ocasiones es también
la opción menos mala, porque seguir con el embarazo sería una desgracia
mayor que interrumpirlo. Muchas veces se tienen sentimientos
ambivalentes sobre la posibilidad de tener un hijo o no en ese momento.
Pero hay que dejar que la mujer decida si quiere que ese embrión,
cigoto, feto, ser humano, persona (como lo quieran llamar) pueda estar
conectado o no a su cuerpo durante nueve meses. El hecho es que hasta
los seis meses de desarrollo —poco más o menos— el feto no puede vivir
autónomamente por fuera del vientre de la mujer. Y nadie (tampoco el
feto) tiene derecho a exigir que lo dejen conectado a otro ser humano
para poder sobrevivir, a costa de la sangre y las funciones fisiológicas
de otro.
Establecer dónde empieza y dónde termina la vida es
difícil. La vida no empieza y termina en un instante mágico. Hay vida en
cada célula de nuestro cuerpo y, como se ha demostrado en otros
mamíferos, a partir de muchas de nuestras células —puesto que ahí está
toda la información genética de lo que somos— se podría desarrollar un
nuevo ser humano. En cada célula (no solo en el óvulo fecundado) hay un
nuevo ser humano en potencia. Pero así como un huevo no es un pollito,
tampoco las células ni los óvulos fecundados son personas. Pueden llegar
a serlo. Es más, un óvulo fecundado puede llegar a ser dos, tres,
cuatro personas, por caminos naturales o artificiales. El ser humano
completo no surge, como por arte de magia, en el momento de la
fecundación. Esta es una idea mágica y religiosa, de quienes creen que
el alma se insufla en determinado momento. ¿Qué es el alma y quién ha
dicho cuándo llega al cuerpo?
La aproximación científica a la vida
humana está ligada a la conciencia, es decir, a la capacidad de sentir,
gozar, sufrir, pensar, etc. Es eso lo que nos hace humanos. Y esta
capacidad está directamente ligada a la actividad cerebral. Como dice
Steven Pinker: “Así como el final de la vida se define hoy en día por la
cesación de la actividad cerebral y no porque el corazón deje de latir,
el principio de la vida se liga a las primeras manifestaciones de
conciencia. Lo que actualmente se considera como la base neural de la
conciencia depende del comienzo de la actividad neural entre el tálamo y
el córtex cerebral, lo cual ocurre alrededor de las 26 semanas de
gestación”. Esto coincide con el momento en que un feto podría
sobrevivir sin estar conectado al cuerpo de la mujer. Antes, sin
conciencia, no podemos decir que hay una plena vida humana, como no la
tiene un paciente sin actividad cerebral, que es cuando se permite
extraerle los órganos para trasplantes.
Estigmatizar a las mujeres
que abortan como si fueran asesinas de niños es una infamia. Obligarla a
tener un hijo que no quiere sería una imposición tan brutal y
arbitraria como obligarla a abortar.